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lunes, 2 de febrero de 2009

ESTADO DE DERECHO Y DERECHOS DEL ESTADO

Lo que voy a decir puede parecer ingenuo, para mí el primero, aunque seguro que, para más de uno, será calificado como malintencionado y para otros me quedaré corto. Todo es posible, dada la esquizofrenia colectiva que vivimos, donde se llega a considerar que intentar presentarse a unas elecciones es un órdago al Estado. Pero, por lo mismo, habrá que arriesgarse a opinar, si es que a uno le queda algo de autoestima y responsabilidad. ¿Desde cuándo opinar puede representar un riesgo en un estado democrático?

El Estado no tiene derechos, los ciudadanos sí. El Estado tiene competencias otorgadas por los ciudadanos, que no derechos. Y competencias limitadas. Derecho es la facultad del ser humano para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida. Competencia es la atribución legítima para el conocimiento o resolución de un asunto. El derecho nace de la naturaleza de las cosas, de la persona, de la comunidad. La competencia le es atribuida a alguien por alguien, en este caso, por el Pueblo al Estado. El concepto moderno de “estado de derecho” hace referencia a una organización en donde las decisiones sobre los ciudadanos están fundamentadas, no son arbitrarias ni discriminatorias. El estado de derecho nace y se consolida como instrumento para defender al ciudadano del poder absoluto del tirano. En definitiva, el Estado es una organización que defiende los derechos de los ciudadanos frente a otros ciudadanos y frente a su propia Administración. El estado de derecho si algo tiene que ser es imparcial. El Estado no tiene ningún derecho sobre los derechos de sus ciudadanos. Parece un juego de palabras. Hacia el interior de la propia sociedad que lo sostiene, el Estado no puede ser juez y parte y no puede quedar excluido de la obligación de cumplir la ley. Perdería toda legitimidad y la razón de su existencia si llegase a incumplirla. El Estado no contará, por tanto, con cloacas donde recoger “los excrementos de su acción política” (los Gal, por poner un ejemplo) porque, por definición, no debe producir excrementos.

Todo esto en el terreno abstracto de la teoría.

Pero, la realidad es mucho menos abstracta. El Estado lo componen normas e instituciones y organizaciones sociales y económicas concretas pero, sobre todo, ciudadanos, con competencias otorgadas para aplicar las normas, representar a las instituciones y actuar en su seno. Como ciudadanos que son, esas personas también tienen derechos frente a las mismas normas e instituciones a las que representan o en las que actúan. Los gobernantes, los parlamentarios, los militares, los jueces, los policías y cuantos forman parte del aparato de estado, tienen las competencias de su cargo y tienen derechos como ciudadanos. El resto sólo tenemos derechos, no competencias. Que un funcionario o un político tengan sus particulares objetivos y opiniones sobre la vida y la política es legítimo, pero no lo es que utilicen las ventajas de las competencias que los demás les hemos otorgado en beneficio propio o en perjuicio de otros. En esto todos solemos estar de acuerdo. Al menos, de palabra. De lo contrario y con respecto a los demás ciudadanos, se convertirían en ciudadanos de una “clase superior” y eso sería una aberración para la democracia.

Hasta aquí, mi ingenuidad. A partir de ahora, correré el riesgo de opinar más en concreto, aunque, confieso, que me encuentro perplejo.

Las declaraciones del Gobierno, asegurando que impedirán, por todos los medios, incluso antes de que pueda empezar a andar, que se presente a las elecciones vascas cualquier candidatura que “huela” a Batasuna, y las últimas actuaciones del juez Garzón dirigiendo la operación de detención de unos ciudadanos vascos que pretenden formar una agrupación electoral, ha colmado mi capacidad de asombro. Quizá sea por el grado de ingenuidad (o de sentido común, diría yo) con que, ciertamente, acostumbro a ver las “cosas de la política”. Durante mucho tiempo me he creído eso de la democracia, pero, a medida que veo cosas, cada vez más me parece un cuento de unos pocos para manipularnos a todos. Ya ni siquiera hacen el paripé de encargar al fiscal que investigue a ver si hay ilegalidad, sino que, directamente, le ordenan que impida la presentación de las listas.

He oído muchas cosas sobre la Ley de Partidos, pero nunca me había enfrentado con su texto directamente. Movido por la curiosidad, acudo a él y me encuentro con que una ley que, teóricamente, pretende fortalecer jurídicamente la existencia de los partidos y su actividad como “instrumentos fundamentales para la participación política” que son, y cuya creación y el ejercicio de su actividad debe ser libre, según la Constitución, presenta como principal novedad y, yo diría, como mayor preocupación, en su exposición de motivos, la regulación, precisamente, de lo contrario, las causas de disolución de partidos y suspensión de sus actividades, a lo cual dedica la cuarta parte de su articulado. Si bien es verdad que la ley dice que “cualquier proyecto u objetivo (político) se entiende compatible con la Constitución, siempre y cuando no se defienda mediante una actividad que vulnere los principios democráticos o los derechos fundamentales de los ciudadanos”, sin embargo, la minuciosidad con que enumera los supuestos de causas de ilegalización y suspensión de actividades y la coincidencia con los argumentos repetidamente expuestos por el Gobierno y por el juez Garzón en su particular persecución de la izquierda independentista vasca, revelan, claramente, que esta ley está concebida como el principal instrumento para legalizar toda la persecución llevada a cabo contra dicho movimiento político.

¿Tenemos que confiar en la Ley?

La ley distingue entre objetivos y métodos, entre proyectos y actividades, entre individuos y organizaciones, pero quienes la están aplicando no. Los objetivos de quienes pretenden participar legalmente en la política me imagino que serán políticos. Que lo sea o no su actividad, en cualquier caso, estará por ver, ya que, en este caso, no ha empezado siquiera a caminar. En la práctica, sin embargo, el juez y el Gobierno obvian considerar los objetivos expresados y optan por adivinar las veladas intenciones y, así, curarse en salud. Y, para ello, apelan a actitudes y/o conductas anteriores y a pretendidos intentos de recoger la “herencia de Batasuna” por parte de los detenidos, todo ello, en medio del clima de rechazo y miedo que se ha creado en torno a esa organización por parte de jueces, políticos y medios de comunicación. ¿Son éstos argumentos jurídicos? No. ¿Lo son democráticos? Tampoco. Pero es que además, ¿dónde está esa pretendida herencia, si sus dirigentes, su estructura, sus locales y medios, sus fondos, han sido requisados o encarcelados? ¿Cuál es la herencia que puede dejar Batasuna? ¿Le queda algo más que no sean sus ideas, sus objetivos y sus deseos? ¿No dice la ley que cualquier proyecto es compatible con la Constitución? ¿Se trata de impedir que nadie “herede” dichos objetivos? ¿Se trata de impedir que quienes defienden la independencia de su país no puedan expresarlo públicamente? Que se diga claramente. Políticamente, sería legítimo combatir dichos objetivos, pero no judicialmente. Nos quieren confundir mezclando fines políticos e intereses electorales con defensa de la ley. Pero, a estas alturas, después de tanta medida preventiva, después de tantas suspensiones cautelares que cierran periódicos, que ilegalizan organizaciones, de hecho, antes, incluso, de que sean juzgadas, después de tantos equilibrios para, supuestamente, descubrir intenciones aviesas, después de tantos seguimientos policiales, después de tantas detenciones, después de tantos malos tratos en comisarías, después de tantos juicios sumarísimos paralelos en los medios de comunicación, lo único que queda en el aire es que ciertas instituciones, cierta clase política, ciertos poderes están defendiendo sus proyectos políticos utilizando sus competencias y una legalidad, hecha por ellos mismos, en beneficio exclusivo de sus intereses. Es legítimo que PSOE, PP e IU defiendan la unidad de España como proyecto político, ¡cómo no!, lo mismo que es legítimo defender la independencia de alguna de sus partes por quien quiera hacerlo. Pero siempre con instrumentos políticos, no judiciales. Con la valentía de correr los riesgos que comporta la democracia.

La democracia se defiende con más democracia. ¿Por qué tienen algunos tanto empeño en impedir que quienes proponen un proyecto político diferente al suyo lo puedan defender públicamente y someterlo al veredicto de los ciudadanos en unas elecciones? Sólo por intereses partidistas, particulares. ¿No va esto contra la democracia? ¿Se les va a impedir a los ciudadanos vascos que expresen su opinión sobre determinada opción política? ¿Es eso defender la democracia? Lo que se pretende no es defender la democracia sino evitar sus riesgos, ahogar el pluralismo tantas veces ensalzado. Se tiene miedo a ese pluralismo. Y, sobre todo, se tiene miedo a perder poder. Además, en la práctica, en este caso, todos esos pretendidos riesgos se pueden reducir al máximo, están siendo reducidos ya, por la vía de los hechos, pisoteando muchos derechos, con la puesta en prisión de personas, con la confiscación de medios, con la retención ilegal de sueldos y subvenciones de los cargos electos, con los votos de censura que se vienen practicando, con la prohibición de toda su actividad, con la negativa a admitir cualquier tipo de alegación o recurso. Ya no hay ningún riesgo de que “esos indeseables independentistas” utilicen dinero y medios públicos para sus “fines perversos”. Si el Gobierno y los jueces los tienen maniatados ¿por qué no les dejan presentarse para ver si los ciudadanos también les rechazan, negándoles el voto?. Sencillamente, porque el Gobierno, la clase política y los jueces defienden “su” proyecto político y no quieren correr el riesgo de que una opción distinta a la suya pueda obtener respaldo de los ciudadanos en unas elecciones limpias. A eso no quieren arriesgarse. Pero, ese es el precio de la democracia.

Nota.- Este artículo ha sido enviado, para su publicación, a los medios de comunicación escritos, en papel y digitales, de mayor difusión.